viernes, 11 de marzo de 2016

Salmo 2: El Rey Ungido y las naciones







Introducción

El Salmo 2 pertenece a una serie de himnos que pueden ser llamados los “salmos del Rey” (p. ej. los salmos 45 y el 72), que probablemente eran recitados y cantados en Israel durante las ceremonias de entronización. Estos cánticos destacan el carácter justo, verdadero y misericordioso que debería tener el soberano de Israel, características que, en el Nuevo Testamento, y desde la perspectiva de la Iglesia, son aplicables al Ungido por antonomasia, es decir, a Jesucristo.
Sabemos por la historia del Antiguo Testamento que los pueblos vasallos se aprovechaban de los vacíos de poder que se presentaban durante los cambios de un rey, para sublevarse. Desde este punto de vista es representativo que el salmo 2 sea citado, en el libro de los Hechos, en el contexto de la muerte y resurrección del Señor; con ello se da a entender que, aunque las potencias del mal creían que habían vencido y matado al Hijo de Dios, y aunque veían la sublevación como una posibilidad, lo cierto es que con la resurrección de Cristo la muerte es sorbida en victoria y las naciones le son entregadas al Hijo de Dios (Hechos 4.23-31, I Corintios 15.55).
Estructuralmente, el salmo podría dividirse de la siguiente manera: los versículos 1 al 3 relatan la sublevación de los vasallos contra el rey; en los versículos del 4 al 6 Dios expresa, de manera irónica, su risa —y también su ira— ante el absurdo de la rebelión; los versos que van del 7 al 9 publican el decreto divino que establece el dominio del rey ungido y, finalmente, los versículos 10 al 12 son un llamado a la conversión y una advertencia.

Propósito

El mensaje central del salmo 2 puede resumirse con las siguientes palabras: “la rebelión de las naciones y de los reyes contra el señorío universal de Dios y de su ungido es una empresa que no tiene sentido; esa rebelión se contempla sólo con extrañeza y asombro”[1]. A la par de esto, se presenta a Dios como el Soberano Universal, ante el cual todos los reyes de la tierra tendrán que rendirse, so pena de ser consumidos por su furor. Al final, no obstante, Dios extiende su misericordia con un llamado al arrepentimiento

Comentario
                                 
Los primeros versículos manifiestan, en una pregunta, el asombro ante una empresa imposible: “¿Por qué se amotinan las gentes, y los pueblos piensan cosas vanas?”. Es interesante que la palabra hebrea “piensan” es la misma que se usa en el salmo 1.2: “meditan”. Por otra parte, quienes rehúsan las ligaduras del Señor olvidan que ellas son “lazos de amor” (Oseas 11.4).
La risa del Señor no es sarcasmo o burla sin más; por el contrario, es manifestación de su poder ante quienes intentan levantarse por sobre Él; toda orgullosa sabiduría humana, que desprecia a Dios, es, desde el testimonio bíblico, confundida (I Corintios 1.20).
El Decreto Real es pronunciado por el Ungido, que para el pueblo de Israel era el rey. Ahora bien, vistas desde la perspectiva neotestamentaria, las palabras del versículo 7 y la promesa del 8 son aplicables solamente a Jesucristo. Los últimos tres versículos son una amonestación y un llamado a la prudencia y tienen que comprenderse teniendo en cuenta que Dios es lento para la ira y es grande en misericordia, y, además que “la paciencia de Dios no es mera placidez, de la misma manera que su ira no es descontrol, ni su risa es crueldad, ni su piedad es sentimentalismo”[2]


[1] Hans-Joachim Kraus. Los Salmos. Vol. I. Traducido por Constantino Ruiz Garrido. Salamanca: Sígueme, 1993, p. 245.
[2] Kidner, op. cit., p. 55.